Patrimonio espiritual

Nuestro nombre, Clérigos Regulares, está lleno de reminiscencias de la larga historia de la Iglesia, y que el nombre sólo nos llega pleno de significaciones. Querido por los fundadores y hecho oficial por los documentos pontificios, pertenece, el nombre y su significación, a nuestro patrimonio espiritual, que según el canon 578, hemos de conocer y conservar.

Se impone, pues, conocer el contenido que el nombre llegó a almacenar a lo largo de su uso histórico. Gracias a los estudios realizados por el Padre Francisco Andreu, hoy nos es accesible el paso a aquella riqueza:

  • Primera afirmación: Aquel género de vida que une el sacerdocio con el espíritu y la práctica de los consejos evangélicos, así como a la vida comunitaria, es un hecho característico y permanente en la Iglesia.
  • Segunda afirmación: Ese género de vida puede retrotraerse, incluso históricamente, a la vida de los discípulos de Cristo, tal y como aparece en la primitiva forma de vida apostólica.
  • Tercera afirmación: Tal «vida apostólica» es despertada y mantenida en la Iglesia por la gracia del Espíritu Santo.
  • Cuarta afirmación: Es sobre ese plano sobre el que debe ser estudiado el origen y la evolución de la vida consagrada en general y, en especial, de la clericatura regular.

En efecto, las líneas fundamentales de ese género de vida se encuentran en la práxis de la primera comunidad apostólica descrita en Hechos de los Apóstoles 2, 42-47; 4, 32-35; 5, 12-16: Son muchos los fieles que, sensibles a la llamada de Jesús, venden su bienes y entregan su producto a los apóstoles, para socorrer a los hermanos necesitados; unidos por un amor profundo, siguen las enseñanzas de los mismos apóstoles y se unen a ellos en la oración y en la eucaristía.

De aquel clima lleno de fervor nacen los ascetas y las vírgenes que hacen del Evangelio la regla fundamental de su vida. En ese esfuerzo hacia la perfección destacan los clérigos, palabra que entra en la nomenclatura eclesiástica (1Pe 5, 3) para designar a la persona destinada a una función sagrada y entregada al servicio de la Iglesia.

Con la conversión masiva de paganos al cristianismo, después de la paz de Constantino, el paganismo contamina el fervor de las pequeñas comunidades. Para huir de la contaminación, son muchos los que emigran al desierto. Junto a los anacoretas (viviendo en soledad) aparecen pronto los cenobitas (que viven en común); y cuando estos grupos, en Oriente y en Occidente, reciben de sus legisladores o estructuradores (Pacomio, Basilio, Benito) las normas de vida y ponen los bienes en común bajo la ley de la caridad, queda cada vez más claro que esas comunidades están constituidas por laicos prevalentemente, y que el clero como tal y sus funciones no son en ellas los determinantes. La vida común entre el clero era cosa de reducidos y escasos grupos: El concilio de Nicea (325) alude a los clérigos que viven bajo la regla, y San Basilio dedica el capítulo XVIII de las Constituciones monásticas Prós Tous Kanonikous, “a los regulares” y San Jerónimo exhorta al clérigo Nepociano a vivir, como vive él, de “decimis, et altari serviensm altaris oblatione” (notemos que tenemos aquí el precedente del “De altari et evangelio vivere nos clericos oportet”, que figura en nuestras Constituciones). Hay otros testimonios a lo largo del siglo IV.

Pero quien puso toda su ilusión y todo su esfuerzo en la promoción de la clericatura regular fue San Agustín. Obispo de Hipona en 396, reunió a sus cercanos colaboradores en una comunidad de clérigos: clérigos en sus funciones y en el espíritu, pero con muchos elementos de la vida común monástica.